miércoles, 27 de septiembre de 2017

Ellos dos y los otros



Ellos dos y los otros, Casares, Aracil y el director de El Masón Ilustrado, tomaron la casa de Villasús como terreno conquistado, e hicieron una porción de horrores con una mala intención canallesca.

Se reían de la chifladura del padre, que creía que todo aquello era la vida artística. El pobre imbécil no notaba la mala voluntad que ponían en todas sus bromas.

Las hijas, dos mujeres estúpidas y feas, comieron con avidez los pasteles que habían llevado los visitantes, sin hacer caso de nada.

Uno de los saineteros hizo el león, tirándose por el suelo y rugiendo, y el padre leyó unas quintillas que se aplaudieron a rabiar.

Hurtado, cansado del ruido y de las gracias de los saineteros, fue a la cocina a beber un vaso de agua, y se encontró con Casares y el director de El Masón Ilustrado. Este estaba empeñado en ensuciarse en uno de los pucheros de la cocina y echarlo luego en la tinaja del agua.

Le parecía la suya una ocurrencia graciosísima.

-Pero usted es un imbécil-le dijo Andrés bruscamente.

-¿Cómo?

-Que es usted un imbécil, una mala bestia.

-¡Usted no me dice a mí eso¡-gritó el masón.

-¿No está usted oyendo que se lo digo?

-En la calle no me repite usted eso.

-En la calle y en todas partes.

Casares tuvo que intervenir, y como, sin duda, quería marcharse, aprovechó la ocasión de acompañar a Hurtado diciendo que se iba para evitar cualquier conflicto. Pura bajó a abrirles la puerta y el periodista y Andrés fueron juntos hasta la Puerta del Sol. Casares le brindó su protección a Andrés; sin duda, prometía protección y ayuda a todo el mundo.

Hurtado se marchó a casa mal impresionado. Doña Virginia explotando y vendiendo mujeres; aquellos jóvenes escarnecían a una pobre gente desdichada. La piedad no aparecía por el mundo.



El árbol de la ciencia, Pío Baroja

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